PRIMEROS TIEMPOS II

 

 

 

LOS PRIMEROS TIEMPOS
PARTE II

 

 

Extraído del libro "LA COLONIA NACIONAL PTE.AVELLANEDA Y SU TIEMPO" lra. Parte, del Doctor Manuel I. Cracogna

 

 

Los colonos colaboraban activamente con los peones de la administración en el corte de maderas y su traslado hasta la tierra asignada a cada uno donde levantaban su vivienda.

Estos ranchos se ubicaban en los cruces de las futuras calles de manera de estar cerca como prevención y defensa de posibles ataques de los indios que era lo que más les preocupaba.

Los primeros que construyeron sus viviendas en su tierra fueron Francisco  Giuliani, en el ángulo NE de la concesión B del lote 199 (actual desmotadora de Sartor SA), con una sola habitación de 3 x 3, "de paredes de y techo de yuyos de la vecina cañada, con cocina al aire libre", y Bartolomé Gobbi, enfrente al norte, esquina SE de la concesión C del lote 186 (actual negocio de Visentín). A los dos les fueron obsequiadas sendas piezas de género para vestidos, como tal se había prometido.

La nueva población se hallaba regida por autoridades provisorias. A propuesta de la Comisaría General de Inmigración, el gobierno nacional dispuso por decreto del 30 de abril de 1879, la designación del comisario de la Colonia "Presidente Avellaneda", en la persona de D. Julio Almeira. Como ayudante, al escribiente de la Comisaría General D. José E. Díaz, cuyo cargo vacante fue cubierto por D. Alejandro Cassina .

El Sr. Almeira recibió a su pedido, según consta, un anticipo de dos meses de sueldo. Sin hacerse cargo de su puesto, fue trasladado a Resistencia. Avellaneda siguió bajo la dirección de D. Carlos Perolo.

Con el conocimiento de la gran inundación de 1878, producida por el desborde del arroyo El  Rey a causa de las intensas lluvias, se dispuso el traslado de la primitiva población del lote 202 a un punto más alto, a dos kilómetros al oeste, que es precisamente el asiento originario de la planta urbana, con sus  cien manzanas, delineada en el lote 200. Y allí se construyeron las viviendas provisorias - galpones ranchos -, de las que ya se hizo mención en el capítulo anterior.

"Las familias se acomodaron lo mejor que pudieron en los galpones colocando sus colchones traídos de Europa, sobre palos plantados en el suelo con travesaños y cañas. Se hicieron sus cocinas en fila, a unos tres metros de distancia del galpón. Las mujeres muy contentas de tener leña a gusto y los hombres muy contentos porque el ñandubay era fácil de rajar... al poco tiempo quedaron sin sus ollas de cobre, quemadas con el fuego del ñandubay".

Sin mayor empeño, el agrimensor Perolo (genovés, según D. Juan Faccioli) realizaba su tarea de mensura y señalaba a las familias sus concesiones. En su trabajo lo acompañaba Faccioli, quien nos relata que iba “con una mula flaca, sin recado, con una bolsa vieja no más, a llevarle la bandera". En su escrito recuerda que "los mosquitos y piques que había en  aquel tiempo los tenían en un martirio, algunos tenían los pies deshechos de no poder caminar".

No hay duda en suponer, a través del tiempo, que aquellos primeros pobladores, habitando en el medio agreste de entonces, hayan experimentado serias molestias con insectos, serpientes y alimañas que pululaban en esos bosques seculares, entre los pastos y pajonales.

Existía en aquellos hombres y mujeres, sencillos y rústicos, de recio temple, una innata fortaleza que constituía un signo característico de su abnegada estirpe.

El abastecimiento a los pobladores se efectuaba desde la administración. "Cada cinco días los colonos recibían su ración de víveres, pan, harina, sal y cada día la ración de carne; a los chicos menores de 12 años, media ración".

Llegó una época en que el manejo de la administración resultó deficiente y hasta doloso. Referido a esto, a lo que transmitieron los protagonistas, debe agregarse el relato de un escrito que expresa: "La harina de trigo de primera, perteneciente a los colonos, se reemplazaba muchas veces con harina de maíz, pútrida y amarga; las semillas de porotos y papas que había mandado el gobierno, hicieron también las veces de esta harina; no se les daba el peso que le pertenecía de pan y de carne, de modo que muchas familias, especialmente las de buena fe, padecían hambre".

Si a esto agregamos el trato desconsiderado que los empleados tenían con los pobres gringos, carentes de lenguaje apropiado para hacerse entender, con los peones sobre todo, podemos formarnos una idea del estado de paciencia y amargura, junto a la impotencia que habrá dominado el espíritu pacífico y resignado de aquellos precursores. En estas irregularidades, se hacía notar el proceder altanero y mezquino del proveedor Sanga, que de manera arbitraria llevaba cuentas y disponía la distribución del racionamiento de la incipiente población.

Sucedió un caso que debemos mencionar. El colono Juan B. Paulín con familia, se vieron apenados por el deceso de un niño de tres años. El mismo padre llevó a cuestas el cuerpo exámine y, quizá a deshora, tomó la canoa de la administración para pasar a Reconquista, con el arroyo bastante crecido. Allá fue inhumado el cadáver. El proveedor Sanga denunció el uso sin permiso  de la embarcación al Jefe de Frontera quien, con clara comprensión justificó la actitud del colono.

Con todas las contrariedades que produjo este transplante poblacional, las actitudes destempladas de quienes tenían la obligación oficial de promover el bienestar general, debían provocar el desaliento en numerosos pobladores que. ya creían frustradas sus esperanzas. Así se expresa el cronista: “La mayor  parte de los colonos se veían acobardados y varios, desesperados;  se figuraban perdidos y no veían ante sí más que un porvenir terrible, aterrador, tremendo. Se deseaban la muerte y, a semejanza del pueblo judío en el desierto, deseaban otra vez las cebollas, los trabajos de su país".

No obstante las penosas perspectivas que abatían los ánimos hasta el abandono de la empresa, con lo que se oscurecía el futuro de la Colonia, hubo algunos pocos pobladores que no perdieron el optimismo e infundían valor a quienes se sentían derrotados en esta obra iniciada con nobles propósitos. Era el venerable capellán de frontera, Fr. Antonio Rossi, desde su sede en Reconquista - desde mayo del 79 había reemplazado a Fr. Bernado Trippini -, quien no perdía ocasión para transmitir a los colonos su palabra persuasiva y de convincente aliento para inspirarles fe y constancia.

Ocurrió el fallecimiento de una criatura de Bernardo Líbera. El encargado  de las construcciones requirió del comisario y agrimensor Perolo que indique el terreno para destinarlo a cementerio, de manera de sepultar allí los restos. Por respuesta manifestó que aún no estaba mensurado ese lugar y que el entierro podía hacerse "por ahí no más, bajo algún árbol". Tal contestación hería el respeto hacia un difunto y ante la decisión de llevar una queja al coronel Obligado, el agrimensor llevó al capataz hasta el predio que quedaría destinado al cementerio. Era la concesión A del lote N° 208,  con su sobrante hasta el arroyo El Rey. Así está señalado en el primitivo plano. Y allí fue inhumada la pequeña cubriéndose la tumba con ramas para evitar que  fuera pisoteada  (más o menos donde se construyó la moderna capilla).

"El día de Pascua del Espíritu Santo", como nos precisó don Jorge Cracogna, hubo un baile en el patio de la administración, muy adornado, inclusive con la tela de mosquitero que debía darse a los colonos. Hubo derroche de alegría y de vino mientras escaseaban las raciones. Apareció un desconocido que paseaba y observaba todo. Al día siguiente vio cómo se distribuía la carne, cortándola en el suelo, sin cuidado de higiene.

Este señor resultó ser el nuevo comisario, don Eugenio Díaz, que comenzó a ordenar la administración, a verificar la cantidad, calidad y peso de las provisiones. Con sólo eso satisfizo los deseos de los colonos que aspiraban a ser bien tratados. Si bien a disgusto de algunos directivos, las cosas marchaban bien.

Esta circunstancia movió a los colonos a enviar dos emisarios a Buenos Aires para solicitar, por escrito y con la firma de los pobladores, la confirmación en el cargo del comisario, que ejercía como interino. La misión fue encomendada a los colonos Francisco Bais y Jorge Cracogna. Mientras viajaban, un telegrama hecho llegar a la oficina telegráfica de Goya, el agrimensor Perolo, prevenía a la Comisaría General de Inmigración que "están de viaje para ésa los dos jefes de la revolución de la colonia y que como tales sean tratados".

Al llegar a la capital, el inspector Stampa los trató ásperamente por su actitud de supuesta rebeldía, sospechando como falsas las firmas de los pobladores. En cambio, el señor Dillon, Comisario General, los atendió con comprensión, no pudiendo acceder al pedido en razón de que el comisario Díaz era chileno. En el mismo momento les presentó al ya designado comisario de la colonia, don Nicanor Igarzábal, ex militar, veterano de guerra del Paraguay.

Este nombramiento se produjo en reemplazo de Díaz y el posterior de Almeira, que ya mencionamos. Los colonos comisionados regresaron a Avellaneda con el nuevo funcionario.

"Una vez llegados acá - nos informa el cronista -, pronto empezó la época más negra y más embrollada que hemos presenciado". En efecto, también la tradición oral nos ha dejado una descripción nada edificante del comportamiento de ese representante del gobierno nacional que ejerció su mandato con prepotencia, abuso de autoridad y un trato inconcebible con los colonos.

A medida que el agrimensor realizaba su tarea dando a los colonos la concesión a que tenían derecho, no pocos de ellos, mientras esperaban el suministro de animales, se dedicaban a cortar maderas y palmas, al mismo que levantaban sus viviendas. La explotación de los bosques puede haber sido importante, pues era una riqueza al alcance de la mano. Sobre esto existe una solicitud de don Roque Reviriego, elevada por el coronel Obligado en la que solicitaba autorización para cargar postes y tejas de palma "en el puerto de El Rey". Este lugar de embarque se hallaba enfrente de lo que fuera el aserradero "Vanguardia", es decir, a unos quinientos metros al este del "puente viejo".

Un grupo e vecinos, pidieron eximición de contribuciones para el corte de  maderas, solicitud que no fue concedida. Fue un petitorio conjunto de pobladores de Avellaneda y Reconquista. Como testimonio de su presencia entonces en estos lugares, entre los firmantes estaban: Justo Arias, Benito Ramayón, Pío Sanga, Roque Reviriego (h), Agustini, Cabás Pietro, Luigi Contepomi, Lorenzón Antonio, Lorenzo Machini (?), Antonio Vecchietti, Giuseppe Berlanda, Luis Solari, Luis Molassi, Valentino Muchiut, Folla Giuseppe, Petean Giuseppe .

En la inmensidad del Chaco se iban levantando las primeras poblaciones, con asentamientos cerca de los grandes ríos, Paraná y Paraguay. Así surgieron Resistencia, Villa Ocampo, Formosa y Avellaneda, que en la época que tratamos se hallaban regidas, políticamente, por la capital establecida en Villa Occidental, ubicada sobre el Paraguay en el Chaco Boreal, zona de litigio con la nación vecina, dirimido por el arbitraje del presidente Hayes, de  los Estados Unidos, que otorgó los derechos de esa vasta región, del al norte, a la república del Paraguay, hecho que se concretó a partir del 14 de marzo de 1879. Esa primera capital del Chaco, hoy lleva de Villa Hayes.

La localidad de Formosa, colonizada ese mismo año, también con aporte de inmigrantes friulanos, pasó a ser la nueva capital. Era gobernador el Gral. Lucio V. Mansilla.

Naturalmente, la gran distancia conspiraba para una eficaz gestión administrativa. Avellaneda se hallaba más vinculada a Reconquista que a Formosa. El coronel Obligado, al darse por enterado de la reglamentación para el corte y explotación de maderas, hizo notar la dificultad de poder ejercer debida vigilancia desde la capital del Chaco y pedía se establezca el deslinde preciso entre el territorio chaqueño y la provincia de Santa Fe, en el arroyo El Rey. Y él mismo proponía una línea demarcatoria textualmente: "El arroyo del Rey desde su desembocadura al brazo de Gerónimo sobre el Río Paraná, corre de Este a Oeste a una distancia de 3  a 4 leguas cambiando rápidamente de rumbo al Norte y Noroeste y internándose por más de veinte leguas en el Chaco, por lo que si se diese por límite a la Provincia de Santa Fe la marjen derecha del arroyo del Rey en su estención, vendría esta provincia a tener sus límites Norte por la izquierda del Salado hasta frente a Matara de la Provincia de Santiago del Estero, por lo que creo que lo más racional es tomar como línea el arroyo del Rey hasta donde da la vuelta al Norte, y de allí tirar una línea al antiguo fuerte Unión, como está demarcado en el plano de la Provincia de Santa Fe, publicado por el Señor Chaporrouje, plan que si mal no recuerdo fue publicado con carácter oficial". Esta nota dirigida al Ministro del Interior, Dr. Laspiur tiene fecha del 8 de mayo de 1879 .

Tanto en la publicación del Dr. Cracogna, como en el párrafo precedente, se respetan la ortografía y redacción originales del Coronel Obligado.


 

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