Idea y praxis

19.11.2013 13:10
raulcelsoar 05/02/2009 @ 09:16
 

Idea y praxis

 

Carlos Catania

 

El viento sopla repentinamente en sentido contrario, arrastrando de vuelta las hojas en dirección al idealismo de las ideas, que es el propiamente filosófico. Nada que ver con lo que se dice de un sujeto, en relación con sus actos, que es un idealista, por ejemplo, lugar común del lenguaje cotidiano. Aquí lo dejo.

 

De las incontables expulsiones de la mente, me interesan los pensamientos no paralizados en el límite de las palabras, es decir aquellos que devienen en praxis aliada a nuevos sentimientos, que no son nuevos; sólo se hallaban sepultados por el miedo común de la ideología reinante, con su batería optimista de éxito y progreso en un mundo derrumbado que continúa pataleando en su empecinada ignorancia consentida, atornillado a “valores” de artificio, a la pestilencia del chisme, a frases hechas, desmañadas, “espirituosas”, que convierten al lenguaje en gárgaras esquizofrénicas eyectadas hacia la Nada. “... la mezquindad del entendimiento, la futilidad de la sinceridad y la desordenada pobreza de imaginación que caracterizan a nuestros tiempos” (Pessoa).

 

Las dos pasiones tristes de las que habla Spinoza (el temor es lo mismo que su contrario, la esperanza) han pasado a formar parte de la comedia y constante simulación. A menudo he creído haber vivido momentos fecundos en pensamientos, cuando en realidad pretendía huir del peligro. Animado por una energía a resguardo de viejos temores, confundí soledad con idealismo. Andando el tiempo, descubrí que el idealismo a secas es el calco metafísico de un motor apagado. A partir de ahí, fue consciente de nuestro peor enemigo: la melancolía. Busqué entonces conciliar el idealismo (filosófico) con pensamientos existenciales. No descarto que existen multitud de seres empeñados en demostrar que lo anterior no mata a nadie. Hay que entenderlos: esas tropas de cadáveres pertenecen a un linaje de ideal social petrificado. Rompan filas.

 

Con toda seguridad, los hombres que han legado a la humanidad razones para vivir sin trampas, sabían que debían dejar caer sus ideas donde hubiera bastante profundidad, sin esperar a cambio las consabidas convulsiones de cortesía. Muy optimistas, por cierto. Hoy, en general, se conocen en vida los nombres de las vedettes, sus “pensamientos” y hasta sus orgasmos, y se muere con las anteojeras puestas ignorando la mano tendida de los grandes, las voces de quienes nos sobrepasan y amplían el campo visual de la existencia, le confieren una razón y la dignifican. Por otra parte, mucha cautela, bien que el resplandor que depara una idea profunda, suele quedar atrapado para ser acariciado y sentirnos “mejor”, pero no escapa de esa celda ni inspira una acción consecuente.

 

Digo esto porque hace años estaba convencido de que el esencialismo (para usar un término menos manoseado que idealismo) constituía la filosofía opuesta al existencialismo. El topos uranos -me decía- es la sublimación de la praxis, su antítesis. Creía incluso que el realismo aristotélico, si intentaba relacionarlo, digamos con Heidegger, Sartre o con el materialismo dialéctico, se desvanecía en las nubes. No es raro que yo estuviera contaminado en esos tiempos por la opinión pública de las interpretaciones filosóficas de la modernidad. Semejante a la actitud de esas personas que recurren a los horóscopos con el fin de lavarse con una ducha de vinagre y recomponer su vida, yo distanciaba de un tajo, por así decir a Parménides de Heráclito, colocando al primero en las rocas y al segundo junto al río (lo que no estaba “del todo” mal).

 

“Hasta entonces -confiesa Apolodoro-, es decir hasta escuchar la palabra de Sócrates, vagaba al azar de un lado para otro, y en la creencia que hacía algo importante, era más digno de lástima que cualquier otro”. Sí, señor: en mis impulsos de rapacidad, puro fuego, puro asombro, mis ideas se hallaban incrustadas con cierto ensañamiento, en blanco y negro. Consideraba los matices (o ni los tenía en cuenta) como signos de reblandecimiento. De repente, en esta corta mañana del mundo, sin el respaldo de ningún Sócrates, cristalizó en mí la falsa armonía de la historia del pensamiento y de las teorías críticas. Lo mismo que experimenté con los escritores que proclaman cómo debe ser la literatura, que es un modo de justificar la propia.

 

Nuevamente las hojas fueron barridas por el viento.

 

Pude ver un poco más claro, no por tratarse del resultado de una educación sentimental, sino por el asombro ante la curiosa coloración que trae consigo una repentina intuición intelectual. Algo así como que descubrí la pólvora.

 

Fue como si en mis ojos se abrieran dos puertas. Ya no miraba en blanco y negro. Acepté que la filosofía se hace sobre la filosofía. Vale decir que en Sartre habita Platón, de la misma manera que en Marx penetra Hegel. Convencido de que todo esto merece un examen profundo y no una raquítica enunciación, me di a la tarea de indagar las fases de interrelación que anima a los pensadores, desde Anaximandro a Derrida. Tarea para la que no estoy preparado; tarea que me exigiría volver a nacer... dos o tres veces; tarea que no ha salido ni siquiera del pensamiento y que flota en el estanque de la memoria como tantas otras cosas.

 

El entusiasmo suplía la inexperiencia de la juventud: me deslumbraba tanto Pitágoras como Kant, y así todos los demás. A medida que, con relativa disciplina, pasaba de uno a otro, en ocasiones sin leerlos en su totalidad, me fui convenciendo de que todos hablaban de lo mismo, aunque sus sistemas y objetos definieran ideas en conflicto o discreparan radicalmente. Lo mismo era el Hombre; lo mismo consistía en el esfuerzo por “rehacerlo”, examinar sus pasiones y dolores, su moral y su estupidez milenaria. Etcétera. Pese a que en mis contactos, cierta alegría me impulsaba a otorgarles una decorativa aquiescencia, la pregunta esencial reptaba sin dejarme en paz: ¿cómo se hace?

 

Hasta que un día me sumergí en el existencialismo (y en menor medida en la fenomenología de Husserl). Entonces creí haber hallado una respuesta, es decir la posibilidad de una praxis que, en última instancia, permitiera no dejarse entrampar por las fórmulas sociales de la mentira, el prejuicio y el odio. Cuando con Juan Manuel Inchauspe descubrimos “El mito de Sísifo” y “El hombre rebelde” esa noche brindamos por Camus. Aquella frase inicial: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva, es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”, nos quitó el sueño por un buen tiempo. Más tarde...

 

Dejemos, por el momento, que las hojas se agiten.

 

(Fragmento de “Las hojas”)

 

Las dos pasiones tristes de las que habla Spinoza (el temor es lo mismo que su contrario, la esperanza) han pasado a formar parte de la comedia y constante simulación.

 

Con toda seguridad, los hombres que han legado a la humanidad razones para vivir sin trampas, sabían que debían dejar caer sus ideas donde hubiera bastante profundidad.z

 

PUBLICADO EN DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE