CONGRESO EUCARÍSTICO

 

 

  

 

  Convocatoria a la celebración del Xº Congreso Eucarístico Nacional, a realizarse en la ciudad de Corrientes del 2 al 5 de septiembre de 2004

El Congreso Eucarístico Nacional y su contexto

 

Consideramos una gracia excepcional la celebración del décimo Congreso Eucarístico Nacional, que tendrá como sede la capital de la provincia de Corrientes, desde el 2 al 5 del mes de septiembre del año 2004. Deseamos, en esos días, adorar públicamente a Jesucristo, presente en el Sacramento de la Eucaristía. Es nuestro propósito manifestarle nuestro amor, reconocerlo solemnemente como Señor de la historia y rogarle por las necesidades del mundo y de nuestro pueblo. Esperamos, al unirnos a Él en la contemplación y la súplica, experimentar la luz de su sabiduría y el vigor de su gracia, que son fuente de recreación de valores humanos y cristianos en la cultura de nuestro pueblo. La sociedad argentina ha sufrido mucho en los últimos años. Resulta inexplicable, como lo hemos afirmado en frecuentes reflexiones y exhortaciones pastorales, que una tierra tan bendecida por Dios como la nuestra albergue tanta pobreza y marginalidad. Preocupa a la mayoría de los ciudadanos el desgaste que afecta a las instituciones de la República, el debilitamiento de los vínculos sociales y la frustración de tantas esperanzas. No atribuimos la crisis a la incapacidad intelectual de sus hombres y mujeres, sino a un bajo aprecio de los valores morales que, sin duda, desacreditó la actividad política y atentó gravemente contra el orden social y la convivencia.

Como Pastores y hermanos

El pueblo argentino, expectante y esperanzado, recientemente afligido por las inundaciones de la provincia de Santa Fe, encuentra en la fe católica, que sus mayorías profesan, no un consuelo superficial sino el sentido cristiano del sufrimiento y de la cruz. En ese cauce evangelizador se inscribe el décimo Congreso Eucarístico Nacional. Los Obispos argentinos, como Pastores y hermanos, reunidos en su 85ª Asamblea Plenaria, convocamos a todo el pueblo cristiano a prepararlo y celebrarlo. Es preciso que constituya una respuesta al amor de Dios. La pobreza y el desconcierto han superado sus marcas históricas; la desconfianza y la decepción siguen instaladas en los gestos y en las palabras de una población extenuada. La fe católica, que inspira sus multitudinarias manifestaciones religiosas, hace posible el camino de regreso de tantas desilusiones y esperanzas humanas fallidas. Es el momento de la conversión de los ídolos al Dios verdadero. Creemos necesario que Jesucristo ocupe su lugar en la vida ciudadana de los cristianos. El Congreso Eucarístico, que celebraremos, debe constituir un espacio, más espiritual que geográfico, donde nuestros compatriotas puedan reencontrarse con los valores que han dado origen a su identidad como nación.

"La Iglesia vive de la Eucaristía"

El tema elegido: "Eucaristía: reconciliación y solidaridad", y su lema: "Denles ustedes de comer", hallan su vertiente en el Misterio Eucarístico. El Santo Padre nos ha obsequiado una Encíclica dedicada a la Eucaristía: "La Iglesia vive de la Eucaristía". Su magisterio confirma la inspiración del Congreso y le ofrece elementos doctrinales, espirituales y pastorales que favorecerán su preparación y desarrollo. Es preciso considerarla como un texto base de profético contenido. La sociedad se vuelve a Dios o se enfrenta con el vacío. Nuestro pueblo, formado y organizado a la luz de los valores evangélicos, con una mayoría de bautizados en la Iglesia Católica, necesita volver a Cristo o iniciar un encuentro eficaz con Él. En Él hallará las respuestas que lo preserven de la desesperanza y lo reconduzcan a la unidad nacional lamentablemente dañada. El Santo Padre lo corrobora: "El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana"(La Iglesia vive de la Eucaristía, 24). Nuestro Congreso Eucarístico ofrece la alternativa opuesta al vacío, tanto para todos los bautizados como para los innumerables hombres y mujeres que no se resignan a la indiferencia o a la desesperación.

Comienzo de otra etapa

Nuestro amado pueblo, lastimado por divisiones no superadas, necesita, gracias al recurso de su fe, hallar un sendero auténtico hacia la reconciliación, hacia la solidaridad con los más pobres y excluidos, hacia la coherencia de la vida personal y social con los valores morales que tradicionalmente ha sostenido. Su fe es cristiana y, por lo mismo, encuentra en Cristo a su autor y sustancial alimento. La Eucaristía, celebrada y prolongada en la adoración humilde, es el sacramento de la muerte y resurrección del Señor, que asegura su eficacia y actualidad. El Congreso Eucarístico constituye la ocasión providencial para rehacer vínculos de fraternidad desde voluntades renovadas y purificadas por la conversión y la penitencia. La presencia viva de Cristo produce cambios profundos en los corazones y en las conductas. Con un porcentaje tan alto de bautizados como se da en el pueblo argentino, se requerirán cambios significativos que marquen un antes y un después; el fin de una etapa, inexplicable desde los valores cristianos y el comienzo de otra fiel a Cristo y a su palabra.

La Iglesia celebra y hace presente a Jesucristo

"La Eucaristía nos convoca, nos reconcilia, nos solidariza y nos envía": será el esquema dinámico de la celebración que preparamos. Se ha propuesto concretar, desde la decisión de señalar el lugar y la fecha del Congreso, un verdadero acontecimiento de gracia. Sabemos que no puede ser obra de un selecto grupo de expertos organizadores, aunque su contribución sea ocasionalmente necesaria, sino de la acción primaria de la gracia y del empeño fervoroso de todo el pueblo de Dios. Instamos a todos nuestros hermanos: sacerdotes, diáconos, consagrados y laicos, a unirse estrechamente a nuestro ministerio pastoral para honrar a Jesús sacramentado y, de este modo, ofrecer un servicio de renovación a toda la Nación. La Iglesia en la Argentina celebra y hace presente, en el corazón de nuestro pueblo hambriento de esperanza, a Jesucristo, el Señor de la historia, en la presencia sacramental de su sacrificio y como alimento de una vida verdaderamente nueva.

"María, mujer eucarística"

El décimo Congreso Eucarístico Nacional tendrá sede en Corrientes, tierra santificada por la presencia maternal de María, en su multisecular advocación de Nuestra Señora de Itatí. Acudimos a ella que, en virtud de su asombrosa y reconocida atracción popular, mantiene su referencia final a Cristo, ofrecido al Padre y como alimento de nuestra fe y de nuestro compromiso evangelizador. Lo cumple educando personalmente nuestra fe desde su experiencia de creyente. Así lo entiende el Santo Padre: "puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la Palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo en una actitud como ésta"( La Iglesia vive de la Eucaristía, 54).

Es nuestro más vivo deseo que el Congreso Eucarístico, al que convocamos a todos los católicos de la República Argentina, constituya un hecho espiritualmente trascendente que mire a un futuro de auténtica renovación para la Iglesia y para la sociedad. Solicitamos con fraterna insistencia la oración fervorosa de todos, particularmente de los contemplativos y de los impedidos por la enfermedad. Es la ocasión de hacer nuestro el pedido de la Oración Oficial: "Que su Eucaristía ocupe el corazón del pueblo argentino e inspire sus proyectos y esperanzas. Te pedimos, Padre, que Jesús Sacramentado aliente nuestro fraterno gesto de partir el pan y nos otorgue su paz".

Invocando la maternal protección de la Santísima Virgen María, les ofrecemos nuestra bendición pastoral.+

SABADO 31 DE MAYO DE 2003.-

Xº Congreso Eucarístico Nacional

 

“¡Denles ustedes de comer!”

Introducción

  “¡Denles ustedes mismos de comer!(Mt 14, 16; Mc 6, 37; Lc 9, 13).

 

[1] Esta fue la orden que Jesús dio a sus discípulos cuando se encontró frente a una gran multitud desprovista de alimentos. La situación era grave: estaban en un lugar despoblado y a una hora avanzada. Ya no podían regresar a la ciudad para procurar lo suficiente, de manera que esa gente pudiera comer.  

[2] El evangelista san Marcos los describe por medio de una imagen: “eran como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34). La comparación es sumamente elocuente, e ilustra varios rasgos de la multitud. Las ovejas sin pastor se dispersan y andan errantes porque nadie las conduce ni las reúne. Por sí mismas no encuentran los lugares donde puedan hallar alimento. No son protegidas ni defendidas si alguna fiera las ataca. Por todo esto se encuentran en peligro de morir en el desierto. Las grandes multitudes se parecen a las ovejas que no tienen pastor porque carecen de conducción, de alimento, de protección. En esta escena hoy vemos reflejada la dispersión, el abatimiento, la indefensión y el desamparo de grandes mayorías del pueblo argentino en los últimos años.

[3] Frente a una multitud con estos rasgos, está Jesús. El evangelista dice que el Señor, al verlos, “se compadeció de ellos” (Mc 6, 34). El profeta Ezequiel ha escrito una página magnífica en la que muestra la compasión de Dios por las ovejas que andan dispersas por carencia de pastor. El mismo Dios vendrá a ocuparse de ellas (Ezq 34, 1-16). “Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él” (Ezq 34, 11). En Jesús se vio realizado lo anunciado por el profeta. Su corazón compasivo y su gesto solidario revelan el rostro de Dios Padre y Pastor, “rico en misericordia” (Ef 2, 4).

[4] Los evangelistas han mostrado –de distintas maneras– la forma en que Jesús reaccionó ante las carencias de la gente que lo seguía por los lugares desiertos: curó a los enfermos (Mt 14, 14; Lc 9, 11), estuvo enseñándoles durante largo rato (Mc 6, 34), les habló del Reino de Dios (Lc 9, 11). Como Buen Pastor curó a las ovejas que estaban enfermas y reunió a las que estaban dispersas (ver Ezq 34, 16). San Marcos dirá más adelante que los alimentó sobre la hierba verde (Mc 6, 39), como el Buen Pastor que lleva a su rebaño para que se apaciente “en las verdes praderas” (Sal 23, 2).

[5] Junto a Jesús, y frente a la multitud, estaban también los discípulos del Señor. El evangelista los describe con rasgos que no los honran: se acercaron a Jesús y le dijeron que despidiera a la gente para que fuera a comprar comida a los poblados (Mc 6, 35-36; ver Mt 14, 15; Lc 9, 12). La despreocupación de los discípulos ante las carencias de la gente contrasta con la compasión de Jesús. Las palabras de ellos suenan como una burla grotesca: “Como están en el desierto y ya es casi de noche, que vayan a las ciudades a comprar alimentos...”. En esa actitud se puede ver reflejado el desinterés por el bien común de buena parte de la dirigencia argentina, que sólo se apacienta a sí misma.

[6] Es cierto que se planteaba una situación de grave necesidad, y que no se podía prever una solución que no viniera del poder de Jesús. Pero los discípulos sólo intentaron distanciarse del problema de la gente, con lo que mostraban carecer de fe suficiente. Jesús les ordenó entonces algo que para ellos sonaba como imposible de realizar: “¡Denles ustedes mismos de comer!” (Mt 14, 16; Mc 6, 37; Lc 9, 13). El Señor no aceptó la actitud evasiva de los discípulos. Todo lo contrario, exigió que ellos se mostraran compasivos y solidarios con las necesidades de la gente, aun cuando esto los colocara en una situación por encima de sus pobres fuerzas humanas. El Señor ha querido necesitar la cooperación responsable de los hombres para realizar su obra.

[7] Quedó establecida así una norma de conducta que tiene como modelo al mismo Jesucristo, y que deberá ser la característica que identifique a todos sus discípulos. El Señor cumplió lo dicho por el profeta: “Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades” (Is 53, 4; ver Mt 8, 17). Los discípulos no deben buscar su propio interés, sino el de los demás; deben sentir como propias las necesidades de los otros (1 Cor 10, 24; Fil 2, 4).

[8] Al oír el mandato de Jesús, los discípulos -como a veces sucede a los cristianos de este tiempo- intentaron evadirlo y para eso introdujeron el argumento de la insuficiencia de los medios: ¿cuánto dinero haría falta para comprar alimento para tanta gente? (Mc 6, 37; ver Jn 6, 7). Jesús pasó por alto esta objeción y ordenó que la multitud se sentara en grupos (Mc 6, 39-40). A partir de este punto la escena se desarrolla de una manera que recuerda la cena ritual judía: cuando el grupo familiar está reunido en torno a la mesa, el padre de familia toma el pan en sus manos, pronuncia la oración de acción de gracias, parte el pan y va colocando un trozo en la mano de cada uno de los que están sentados a la mesa. Esto es lo que hace Jesús, asumiendo el papel del padre de familia. El autor del relato se expresa de tal forma que a los oyentes cristianos les viene a la memoria el relato de la última cena del Señor.

[9] Ante una multitud tan grande de comensales, los discípulos de Jesús asumen un gran protagonismo, porque ellos son los que aportan los panes y los peces, y luego son los encargados de hacerlos llegar a toda la gente. Los pocos panes y peces que los discípulos pudieron aportar, al pasar por las manos de Jesús, se convirtieron en un alimento suficiente como para que toda la multitud comiera hasta saciarse (Mc 6, 42). Más aun, con lo que sobró se llenaron doce canastas (Mc 6, 43), como para que cada uno de los apóstoles fuera poseedor de este pan inagotable que puede seguir alimentando a hombres y mujeres de todas las generaciones en el curso de la historia.

[10] El mandato de Jesús a aquellos discípulos sigue dirigiéndose a sus seguidores de todos los tiempos y lugares, incluyendo a sus actuales discípulos en la Argentina. Ante una multitud que corre peligro de sucumbir por las distintas formas de hambre que se dan en el mundo, el Señor dice: “¡Denles ustedes mismos de comer!” Y lo sigue diciendo hoy a través de quienes son pastores en su Nombre: “Para reencontrarnos como Nación debemos atender a los que más sufren: los mayores sin salud, los adultos sin trabajo; los jóvenes sin educación y sin futuro, y los niños sin alimento”.[1]

[11] El relato de la multiplicación de los panes y los peces está redactado con características que permiten que se lo entienda como una figura y anticipo de la Eucaristía. Por esa razón, la Iglesia ha sido siempre obediente al mandato de alimentar a la multitud, y lo cumple ofreciendo diariamente el Pan de la Palabra y de la Eucaristía. Es necesario relacionar mejor estas dos presencias de Cristo como “pan”. El único Pan de Vida se nos da como alimento para ser “comido” en la fe tanto tanto en su Palabra (Jn 6, 32-50) como en su Carne (Jn 6, 51-58). Al celebrar la Eucaristía la Iglesia sirve la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (SC 7). La Eucaristía nos ofrece la Presencia más plena de Cristo que consuma el encuentro con Él iniciado por la fe en su Palabra. Así, la Eucaristía supone y a la vez alimenta la fe, porque la Iglesia cree celebrando y celebra creyendo (CCE 1124). Pero esta lectura no agota la posibilidad de sentidos que ofrecen los textos evangélicos sobre el pan.

[12] En la Sagrada Escritura se habla del hambre y de la sed para designar distintas situaciones de miseria humana. La multitud que en el desierto corre peligro de morir por carencia de alimentos es una figura de la situación de muchos miembros de nuestro pueblo y de la entera familia humana que padecen toda clase de necesidades espirituales y materiales: la falta de alimento, vestido, salud y vivienda; la necesidad de educación, trabajo, protección y seguridad; el deseo de dignidad, respeto y estima; la búsqueda de verdad, justicia, libertad, amor y paz en todos los planos; el hambre de comunión, reconciliación y solidaridad a nivel religioso, personal y social.

[13] Las distintas formas de hambre que se dan en la humanidad se concentran en el deseo de vivir con sentido, amor y felicidad. Todos los seres humanos desean vivir, no solamente con las mínimas funciones fisiológicas que los científicos exigen para decir que alguien vive, sino con las condiciones necesarias para que cada uno pueda realizar su vocación de ser imagen de Dios realizando una “vida digna”. Cuando no se dan estas condiciones, el que no puede realizarse en este mundo dice que la suya “no es vida”. Las necesidades humanas fundamentales y la acción de la comunidad cristiana que debe ayudar a satisfacerlas, aquí y ahora, se pueden resumir así: “satisfacer el hambre de Dios mediante el pan de la Palabra y la sed de justicia con la promoción más íntegra de la dignidad humana” (LPNE 32). Esto alcanza su culminación en la Eucaristía.

[14] El evangelio de Juan lo sintetiza de manera admirable cuando resume todas las hambres de la humanidad en el hambre de vida. En este Evangelio, después del relato de la multiplicación de los panes se introduce una larga homilía en la que Jesús se revela como el Pan verdadero: “Yo soy el Pan...” (Jn 6, 35. 48. 51). Él es el Pan verdadero que alimenta a todas las multitudes hambrientas. Y es Pan verdadero porque es “Pan de Vida” (Jn 6, 35. 48) o “Pan Vivo” (Jn 6, 51). Es verdadero Pan para los que se alimentan de la fe en Él (Jn 6, 35), y es verdadero Pan para quienes lo reciben en la Eucaristía (Jn 6, 55-56). El pan amasado por los hombres no puede dar la vida eterna, como tampoco pudo darla el maná, que era un pan milagroso (Jn 6, 49. 58). Jesucristo en la Eucaristía es el Pan vivo y verdadero porque es el único que puede dar la vida eterna a todos los que se alimentan de Él (Jn 6, 58).

Primera parte

La Eucaristía, Misterio de Comunión  

1.1 La Comunión

 

[15] Dios es “el que vive” (Jn 6, 57), y su vida sin confines es también amor en plenitud  (ver 1 Jn 4, 5. 16). Por eso mismo es comunión viva de tres Personas. La perfecta imagen del Padre es Jesucristo, y así como Él vive por el Padre, los que entran en comunión con Él reciben esa misma vida (Jn 6, 57).

 

[16] Uno de los nombres más difundidos que tiene el sacramento eucarístico es el de “comunión” (CCE 1331). Se habla de “hacer la comunión” o de “comulgar” para referirse a la recepción del pan y del vino consagrados durante la Misa. La palabra, sin embargo, tiene un significado más amplio y más rico. Por eso es necesario preguntarse qué se quiere decir al hablar de “comunión”. Para entenderlo, nada mejor que acudir a la Primera Carta a los Corintios del apóstol San Pablo.

 

[17] La comunidad de Corinto, que fue fundada por él, crecía en número y pasaba por una crisis delicada. Los cristianos se encontraban divididos en grupos y distanciados entre sí. El apóstol sabe que van diciendo: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo”. Por eso les pregunta: “¿Acaso Cristo está dividido? ¿O es que Pablo fue crucificado por ustedes?” (ver 1 Cor 1, 11-13). San Pablo los invita a superar las divisiones y a conservar la unidad mediante una caridad sincera. Las asambleas eucarísticas en esta comunidad aún inmadura, eran el espejo donde se reflejaban las divisiones. Allí se dejaba ver el escándalo de la separación entre ricos y pobres (1 Cor 11, 18-22).

 

[18] A esta comunidad en crisis, dice el apóstol: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Cor 10, 16-17). Estas palabras encierran una gran riqueza que es necesario desentrañar. Su meditación llevará a comprender que existe un vínculo indisoluble entre estas tres realidades: Cristo, la Eucaristía y la comunión fraterna.

 

 

1.2 Comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo

 

[19] En el pasaje paulino, recién mencionado, se habla de “comunión con el cuerpo de Cristo”. Según los relatos bíblicos sobre la institución de la Eucaristía, Jesús, después de tomar en sus manos el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo distribuyó, diciendo “esto es mi cuerpo” (Mc 14, 22; Mt 26, 26), o bien “mi cuerpo que se entrega por ustedes” (1 Cor 11, 24; Lc 22, 19). En el discurso del Pan de Vida, Jesús afirma: “el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6, 51).

 

[20] ¿Qué se debe entender por “cuerpo de Cristo” y que significa su “carne”? Al oír hablar del “cuerpo” de Cristo que se entrega o de su “carne” dada como comida, se debe entender su ser entero que se ofrece, con toda su humanidad. El “cuerpo” o la “carne” de Cristo indican su condición humana “semejante a nosotros en todo, menos en el pecado” (Hbr 4, 15); su vida de Servidor obediente y sufriente que va a la muerte por todos nosotros (ver Mc 10, 45).

 

[21] En el mismo texto paulino de 1 Cor 10, 16, se habla igualmente de “comunión con la sangre de Cristo”. Y en los cuatro relatos de institución de la Eucaristía se afirma que Jesús tomó la copa, “dio gracias y se la entregó” afirmando: “Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza que se derrama por la multitud” (Mc 14, 24; Mt 26, 28), o bien: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre” (1Cor 11, 25; Lc 22, 20) “que se derrama por ustedes” (Lc 22, 20). También en el cuarto Evangelio Jesús invita a comer y a beber: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre no tendrán vida en ustedes” (Jn 6, 53).

 

[22] El Señor “no afirmó solamente que lo que daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz”.[2] Entrar en “comunión con el cuerpo de Cristo” o “comer su carne”, y recibir la “comunión con la sangre de Cristo” o “beber su sangre”, implica, por tanto, un contacto con “Cristo entero”, con la totalidad de su ser personal. En ese acto de comunión se produce un encuentro vital con la actitud de ofrenda de Cristo al Padre por la salvación del mundo. La mención de su “cuerpo” y su “sangre” orienta a los fieles hacia el supremo acto de entrega obediente al Padre por toda la humanidad. Les habla de su muerte sacrificial, con la cual culmina el sacrificio existencial que se inició en su Encarnación y cuya esencia es el amor filial y obediente al Padre (Hbr 10, 5-18).[3]

 

[23] Cuando en cada Misa se celebra el memorial de su Pascua, instituido por Él mismo, las palabras y los gestos del sacerdote significan y hacen presente el sacrificio redentor de la cruz, sin repetirlo. No es sólo un recuerdo del Misterio Pascual; es también presencia real de lo que se representa. La Eucaristía “contiene al mismo Cristo”, en ella el mismo Señor está sacramentalmente presente de un modo misterioso pero real. “En el santísimo sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (CCE 1374).

 

[24] Cada vez que los fieles se acercan a “hacer la comunión”, con su “Amén” expresan la fe en su presencia real; pero también se comprometen a conformar su vida con la de Jesús, a quien reciben en la comunión. “Comulgar con Cristo”, o “recibir la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo”, exige una disposición a la conversión de vida, a reformar la mente y el corazón según su Evangelio, a sanar y educar las inclinaciones desordenadas, y a orientar la vida según la voluntad de Dios, imitando la existencia entera de Jesús, cuyo alimento fue cumplir la voluntad del Padre (ver Jn 4, 34).

 

[25] La comunión sacramental con Cristo, cuando se realiza con las debidas disposiciones espirituales, asegura un crecimiento de la unión vital con Él y una más plena participación en la vida de la Trinidad: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 55-57). La vida cristiana es recibida de Cristo y hacia él se orienta; lo mismo que la vida de Cristo es recibida del Padre y enteramente orientada hacia el Padre bajo el influjo del Espíritu Santo. El mandato “¡Denles ustedes de comer!” adquiere así otro sentido más pleno: la Iglesia debe satisfacer el hambre más profundo del hombre dándole el Pan de Vida.

 

[26] Los Padres de la Iglesia han expresado con bellas y variadas fórmulas esta identificación con Cristo que se realiza por la comunión eucarística. San Agustín pone en boca del Señor estas palabras: “Tú no me transformarás en ti, como al alimento de tu carne, sino que tú te transformarás en mí”.[4] Y el papa San León: “La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo nos convierte en  aquello que comemos”.[5]

 

[27] El alimento eucarístico, al identificar a los fieles con Cristo, los hace crecer en la caridad, que es la vida misma de Dios participada en ellos, y el fruto más propio de este sacramento. Por eso, la comunión eucarística está vinculada con la presencia y la acción del Espíritu Santo, que es el amor de Dios “derramado en nuestros corazones” (Rom 5, 5). El crecimiento de la caridad trae al mismo tiempo una purificación progresiva de las secuelas de los pecados, y fortalece a los cristianos para que sean fieles. “Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, para que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo... y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios”.[6]

 

 

1.3 Cuerpo de Cristo, cuerpo eucarístico, cuerpo eclesial

 

[28] El texto de la Primera Carta a los Corintios 10, 16-17, ya mencionado, da a entender que los cristianos habían comenzado a ser muchos y estaban, además, divididos. Pero uno solo es el pan eucarístico, que se parte, se reparte y se comparte para ser comido en comunión. El pan no es otro que Cristo en persona, su “cuerpo entregado” (1 Cor 11, 24) sacramentalmente presente. Entrar en comunión con el cuerpo eucarístico de Cristo, es hacerse un solo cuerpo con él. Pero también es formar un solo cuerpo con todos los miembros de la Iglesia, con el cuerpo eclesial de Cristo.

 

[29] El banquete eucarístico, en efecto, expresa la unidad de la Iglesia, y al mismo tiempo causa y exige esa misma unidad (LG 3; 11). El pan, único y entero, se fracciona y divide en pedazos, a fin de que los hombres, divididos en facciones y distantes entre sí, se congreguen en la unidad de un solo cuerpo. La tradición católica enseña que el principal efecto del sacramento es la unidad del cuerpo eclesial (ver ST III, 73, 3).

 

[30] Además, cuando Jesús invita a beber  su sangre derramada, hace pensar en la figura del Servidor sufriente anunciado por Isaías, que da su vida en rescate por la multitud, y así Dios lo hace “alianza del pueblo” (Is 42, 6). Las grandes alianzas se sellaban con la sangre de la víctima de un sacrificio (ver Gen 15, 9; Ex 24, 5; Sal 50, 5). También la sangre de Cristo que se derramó en la cruz y se recibe en la Eucaristía, es “sangre de la alianza” que une a todos los fieles en el mismo pueblo de Dios.

 

[31] Entonces, cada vez que los fieles comulgan, se verifican simultáneamente estos efectos inseparables: el aumento de la intimidad personal con Cristo y con su Padre, y el fortalecimiento de los vínculos fraternos, provocando una mayor conciencia eclesial. En la celebración eucarística, comunión con Cristo, comunión trinitaria, comunión fraterna, comunión eclesial, comunión de los santos, son realidades profundamente relacionadas.

 

[32] La Eucaristía y la Iglesia son inseparables, a tal punto que no podrían entenderse una sin la otra. La Iglesia y la Eucaristía son, de modo diverso, el mismo Cuerpo de Cristo. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia (ver EdE 29). Por eso se debe entender la Eucaristía desde el misterio de la Iglesia, y a la Iglesia desde el misterio de la Eucaristía. La Iglesia hace la Eucaristía, porque “es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra” (CCE 1140). La Iglesia, que existe para evangelizar, encuentra en la celebración de la Eucaristía “la fuente y el culmen de toda la evangelización” (PO 5). A su vez, la Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo y, por ello, a todos los miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. La comida eucarística lleva a plenitud la comunión fraterna, y renueva, fortalece y profundiza la incorporación a la Iglesia iniciada ya en el Bautismo.

 

[33] San Pablo establece un vínculo entre el Bautismo y la unidad del cuerpo eclesial: “Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Cor 12,13). Tanto el Bautismo como la Eucaristía están vinculados con la formación del “cuerpo de Cristo”, que es la Iglesia. Pero la Eucaristía hace posible la realización plena de ese misterio de comunión en un solo cuerpo eclesial. Lo iniciado en el Bautismo se consuma en la Eucaristía. La pedagogía pastoral debe ayudar al pueblo fiel a encaminarse hacia la plenitud del banquete pascual. “Mediante una prudente acción pastoral esa conciencia de pertenencia cordial a la Iglesia habrá de crecer hasta que alcance a percibir la necesidad de participar más asiduamente de la Eucaristía” (LPNE 30).

 

[34] Todo lo dicho anteriormente permite entender mejor la afirmación del Concilio Vaticano II: “No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano” (PO 6).

 

 

1.4 Comunión con su cuerpo crucificado y glorioso

 

[35] El pan eucarístico, que es “la comunión con el cuerpo de Cristo” (1 Cor 10, 16), pone al comulgante en contacto con Cristo en su actitud de ofrenda. Es comunión con su pasión y su muerte, con su sacrificio ofrecido de una vez para siempre en el altar de la cruz. Esta ofrenda de su vida ha quedado, mediante su resurrección, eternizada en el cielo. Al referirse a este sacrificio, la Carta a los Hebreos dice: “Pero Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio eterno. De ahí que tiene poder para salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos” (Hbr 7, 24-25; ver 8, 1-2; 9, 11-14. 24-28; 10, 11-14). La comunión eucarística es comunión con Cristo crucificado y resucitado, puesto que cruz y resurrección son las dos fases distintas e inseparables del misterio pascual, único en sí mismo. “Al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo entramos en comunión con su cuerpo inmolado y glorioso, vivificado y vivificante por el Espíritu, para constituir y afianzar su cuerpo místico que es la Iglesia”.[7]

 

[36] En el cuerpo glorioso de Jesús resucitado, sentado a la derecha del Padre, ya ha comenzado a ser realidad la renovación del universo, objeto de la esperanza cristiana (Flp 3, 20-21). Porque “el Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” (GS 38). Una antigua oración dice que, en este sagrado banquete, “el alma se llena de gracia y se nos brinda la prenda de la futura gloria”.

 

[37] Del cuerpo glorificado del Señor brota como de una fuente la gracia que, introduciéndose en los corazones de los hombres, tiende a renovar este mundo poniendo un germen de vida eterna, que es garantía y anticipo de resurrección. La Eucaristía, celebrada “sobre el altar del mundo” (EdE 8) en sí misma “une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación” (ibid.). Al comer el cuerpo del Señor, los fieles entran en comunión con todo el universo, y se comprometen a manifestar en su vida cotidiana la firme esperanza de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Is 65, 17; 66, 22; Ap 21, 1).

 

[38] Juan Pablo II ha recordado cómo la esperanza “estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente” (GS 39), y lo ha destacado en su reflexión sobre la Eucaristía: “Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios” (EdE 20). Los Obispos de la Iglesia en Argentina lo enseñan al presentar la visión cristiana de la historia: “La esperanza en un futuro más allá de la historia nos compromete mucho más con la suerte de esta historia”.[8] Y lo repiten ante la enorme crisis que sufre el país y que requiere un firme compromiso ciudadano: “no podemos ser peregrinos del cielo si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena”.[9]

 

[39] Por eso, cuando los fieles se muestran solidarios y se empeñan por volver más humana la tierra, con esa actitud muestran que es auténtico el “amén” que han pronunciado al acercarse para hacer la comunión eucarística. En la Eucaristía está el poder que puede acelerar la marcha misteriosa de la humanidad “hasta colmarse de la total plenitud de Dios” (Ef 3, 19), hasta alcanzar “la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 14), porque de Él todo “recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros” (Ef 4, 16). Mientras “la creación entera gime y sufre dolores de parto” (Rom 8, 22), en la Eucaristía ya está realizada la plenitud del mundo. Por eso la Eucaristía es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y la fuente de vida inagotable en esta tierra.

 

[40] La comunión eucarística es el anticipo del banquete celestial, ya inaugurado por Cristo, en espera de su consumación escatológica. Por ella los fieles entran en comunión no sólo entre ellos mismos, sino también con los hermanos de la Iglesia triunfante del cielo, y se establece un vínculo solidario con los hermanos difuntos de la Iglesia que se está purificando. Particularmente, entran en íntima comunión con María, porque “María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas” (EdE 57). A partir de su alianza con Dios, ella se hizo disponible para engendrar al que se ofrece en la Eucaristía y para dar nacimiento al cuerpo de la Iglesia. Ella misma exhorta a los fieles a cumplir el mandato de Jesús de celebrar la Eucaristía (EdE 54). De este modo, ella cumple con su función materna de reunir como hermanos a todos sus hijos hasta que lleguen a compartir el banquete eterno.

 

 

 

Segunda Parte

Eucaristía y Reconciliación

 

 

3.1 La Eucaristía y la reconciliación con nuestro Padre

 

[41] Entre los gestos de Jesús que ilustran el misterio de la Eucaristía, merecen especial atención las escenas en las que el Señor aparece compartiendo la mesa con sus discípulos. Las que ocupan el lugar central son los relatos de la última cena y de las comidas después de la resurrección; por ejemplo, el encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús (Lc 24, 30-31).

 

[42] Pero también hay otras comidas que ilustran distintos aspectos de la Eucaristía. Conviene subrayar aquí los relatos en los que Jesús aparece compartiendo la mesa con “pecadores” (Mt 9, 10-13; Mc 2, 15-17; Lc 5, 29-32; 15, 1-2; 19, 7). Los contemporáneos de Jesús consideraban las comidas como actos religiosos que creaban una especie de parentesco entre los comensales. Por eso veían como inaceptable que las personas piadosas –entre las cuales se destacaba un maestro como Jesús– participaran de los banquetes cuando entre los comensales había pecadores. Esto fue causa de conflictos en la comunidad primitiva (ver Hch 11, 3; Gál 2, 12).

 

[43] Sin embargo, Jesús muestra que Él llama a su mesa también a los pecadores, porque este es el lugar de la gran reconciliación. Este gesto provocó el escándalo de los fariseos. Entre las respuestas que Jesús dio a los que criticaban sus comidas con los pecadores, merece destacarse la parábola llamada “del hijo pródigo” (Lc 15, 11-32). Ella concluye con el banquete con que el padre celebra el reencuentro con el hijo pecador a pesar de la resistencia del hijo obediente (ver Lc 15, 23. 30). Jesús revela al “Padre pródigo” en misericordia. En la actitud de aquel padre se descubren los rasgos del amor misericordioso y fiel de Dios (Ex 34, 6), quien es entrañable en su afecto y fiel a su paternidad con sus dos hijos (“se conmovió... lo abrazó y lo besó”: Lc 15, 20; “mi hijo”: Lc 15, 24. 31). El amor paternal de Dios funda la filiación, restaura la fraternidad y convoca a la “fiesta y alegría” (Lc 15, 32) de la reconciliación.

 

[44] El Evangelio es la Buena Noticia de la reconciliación en Cristo. “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 17-19). Si el pecado es alejamiento y desencuentro, la reconciliación es acercamiento y reencuentro. La salvación es reconciliación con Dios: superación de la enemistad y retorno a la comunión. Dios nos reconcilia en Cristo. Él es principio y fin de una reconciliación filial, por la que el hombre arrepentido vuelve confiado a los brazos amorosos del Padre.

 

[45] Cuando Jesús llama a los pecadores para que sean sus comensales, está revelando al Padre que quiere que todos los hombres sean sus hijos y participen de la familia divina. Así debe entenderse el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: como la amorosa iniciativa divina que quiere reconciliar a la humanidad entera en el cuerpo de su Hijo muy amado. Cristo en persona “es nuestra paz” y “el que reconcilia en un solo Cuerpo” (Ef 2, 14-16). Ante una sociedad desgarrada y en un mundo que parece dejarse llevar por caminos de autosalvación, la Iglesia proclama, celebra y practica la reconciliación como un don del amor gratuito y tierno de Dios.

 

[46] El amor sin límites de Cristo al Padre y a todos los hombres, sus hermanos, lo llevó a entregarse y morir por nosotros “cuando todavía éramos pecadores” (Rom 5, 8). Así, “siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5, 10). Por eso, “nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación” (Rom 5, 11). Esta obra divina de la reconciliación, realizada “en” Cristo (2 Cor 5, 19), mueve al discípulo a convertirse en apóstol de la reconciliación con Dios y con los hombres.

 

[47] La Iglesia es efecto e instrumento de la reconciliación ya realizada “en Cristo”. Es un pueblo reconciliado, porque Cristo “de los dos pueblos hizo uno” (Ef 2,14); y es una comunidad reconciliadora, porque debe anunciar la “palabra de la reconciliación” y ejercer el “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5, 18-19). Su misión evangelizadora y pacificadora se concentra en este llamado: “les suplicamos en nombre de Cristo: ‘Déjense reconciliar con Dios’” (2 Cor 5, 20).

 

 

3.2 La Eucaristía y la reconciliación con nuestros hermanos

 

[48] El reencuentro con el Padre funda la reconciliación con los hermanos. La reconciliación filial sostiene, promueve y reclama la reconciliación fraterna. Jesús enseña una “justicia superior” que exige la reconciliación con los hermanos (Mt 5, 24), la acción por la paz (Mt 5, 9), el amor a los enemigos (Mt 5, 43) y el perdón de las ofensas (Mt 6, 14). En el pueblo argentino, desgarrado por heridas del pasado y del presente, la enseñanza del Señor tiene plena actualidad para los bautizados: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).

 

[49] La Eucaristía es el Pan de la reconciliación que restaura la comunión de amor, recrea los vínculos fraternos y mueve a iniciativas reconciliadoras para reconstruir la amistad, la concordia, la unión y la paz. La gracia que se derrama en la Eucaristía puede conseguir que “los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión… que las luchas se apacigüen y crezca el deseo de paz; que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza...” [10]

 

[50] Por todo lo dicho, “celebrar la Eucaristía según la verdad de Cristo conduce a la Iglesia a hacerse por toda su existencia sacramento de reconciliación para todos los hombres. Con este fin está constantemente llamada a construir parábolas de reconciliación, ofreciendo a los hombres divididos, lugares y medios para reencontrarse, hablarse y mirar juntos hacia Aquél a quien sus enemigos traspasaron, pero que no cesa de perdonar y de llamarnos a todos al perdón”.[11]

 

[51] Desde los primeros tiempos de la Iglesia se ha visto en la Eucaristía el signo de la unidad de los cristianos. En uno de los testimonios más antiguos de la celebración eucarística se lee: “Así como este trozo de pan estaba disperso por los montes, y cuando fue recogido se hizo uno, así tu Iglesia se reúna en tu reino desde los confines de la tierra”.[12] Pero la Eucaristía no solamente significa la unidad de la Iglesia, sino que también la realiza: “Todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único Pan” (1 Cor 10, 17). La Eucaristía es “el signo de unidad” (SC 47) que hace más apremiante la oración, el diálogo y la acción para lograr la plena comunión visible de todos los cristianos en el único cuerpo de Cristo.

 

[52] Cada uno de los templos donde se celebra la Eucaristía, es “la expresión del anhelo de Dios de reunir bajo el mismo techo a la gran familia humana. El mismo nombre de ‘iglesia’ que le damos, está expresando que debe servir para la reunión de los que creen en el Señor, porque la Iglesia es una comunión de creyentes. Los templos nos enseñan que la vocación cristiana es una convocación”.[13] De ahí la importancia y el deber de participar de la Misa dominical, “subrayando su eficacia creadora de comunión” (EdE 41); así “el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia” (DD 34; NMI 36). 

 

[53] En la Iglesia que adora a Jesús en la Eucaristía puede y debe haber lugar para todos. La verdadera comunión cristiana es reflejo de la Trinidad: “Que todos sean uno, como tú Padre estás en mí y yo en ti” (Jn 17, 21). Por eso, toda comunidad cristiana es “unidad en la diversidad” o “diversidad reconciliada”. Cuando cada uno deja de creer que es autónomo, que sólo puede ser feliz si se defiende de los demás, entonces se hace   verdaderamente capaz de convivir, respetando y valorando a los demás, dialogando y celebrando con ellos. En la Eucaristía, las diversidades que a veces provocan divisiones, pueden transfigurarse en diferencias enriquecedoras en la armonía de un solo Cuerpo.

 

[54] La Eucaristía es fuente del amor que une, “capaz de contribuir a la curación de las divisiones internas de los pueblos y sostener la convivencia social reconciliando a los ciudadanos”.[14] Por eso, los fieles que comulgan no sólo “deben descubrirse comulgando también entre sí y capacitándose para un entendimiento mayor”,[15] sino que deben percibir el llamado a crear ambientes de diálogo a su alrededor. En una nación en la que la honda fractura social hace muy difícil lograr consensos en favor del bien común, la Eucaristía impulsa a la comunidad para que sea un verdadero “hogar del diálogo”.

 

[55] Cada creyente está llamado a mostrar que “la Eucaristía ha sido instituida para que nos convirtamos en hermanos; para que de extraños, dispersos e indiferentes los unos de los otros, nos volvamos uno, iguales y amigos; se nos da para que de masa apática, egoísta, dividida y enemiga entre sí, nos transformemos en pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amoroso, con un solo corazón y una sola alma”[16]. La consigna de Jesús “¡Denles ustedes de comer!” asume así un nuevo significado: la Iglesia debe sastisfacer el hambre de amor y unión sentando a los hermanos a la mesa de la reconciliación.

 

[56] En íntima conexión con la Eucaristía, y en ordenación a ella, sacramento de reconciliación y comunión, la Iglesia destaca -entre tantos caminos pastorales al servicio de la paz- el sacramento de la misericordia, penitencia y perdón, llamado también sacramento de la reconciliación (CCE 1421). Mediante este sacramento la acción de Dios por medio de la Iglesia realiza el verdadero sentido y las dimensiones integrales de la reconciliación; así llega “hasta las raíces de la herida primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia, que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación” (RP 4). Este sacramento es la acción más significativa y eficaz que realiza la Iglesia al servicio de la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. Su fruto es un hombre pacificado con Dios, consigo mismo, con los demás, con la Iglesia, con toda la creación. Al recibir el perdón “nace nuevo e incontaminado un hombre reconciliado, un mundo reconciliado” (RP 31, V).

 

 

  Tercera Parte

Eucaristía y Solidaridad

 

 

3.1 La Eucaristía y la solidaridad

 

[57] En la reunión de los fieles para la celebración eucarística se comienza a visualizar lo que será la unidad final de todos los hombres y mujeres en la plenitud del Cuerpo de Cristo. En la comunidad cristiana primitiva “todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). Escuchaban la Palabra de Dios y la explicación que daban los pastores, elevaban la oración a Dios y compartían los bienes materiales con aquellos que padecían necesidades. Estas cuatro características deben darse en todas las comunidades cristianas, y por lo que se puede ver en los textos litúrgicos, siempre se han dado unidas en el momento de la celebración eucarística, desde los tiempos más antiguos hasta el día de hoy.

 

[58] La tierra nueva nace de la Eucaristía a través del hombre nuevo, porque la gracia sólo puede transformar el mundo a través del corazón humano transformado. Pero la verdadera transformación del corazón se manifiesta en las relaciones humanas. Lo primero que produce la Eucaristía, a partir de los corazones que reciben su gracia, es la comunión fraterna, la vida compartida y los bienes repartidos. Los que compartían la “fracción del pan” y participaban de la “vida común”, “se mantenían unidos y ponían lo suyo en común... según las necesidades de cada uno” (Hch 2, 42. 44-45).

 

[59] La Eucaristía alimenta la reconciliación e impulsa a los hermanos distantes al reencuentro. Pero también los hace profundamente solidarios, de manera que ya no vivan para sí mismos, sólo como individuos que se toleran, sino como miembros de un pueblo, que buscan activamente una patria fraterna y una sociedad solidaria. Porque los fieles pueden reconocer que sus vidas llegan a ser “eucarísticas” cuando dejan de pensar sólo en sí mismos y asumen “el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio” (EdE 20). Alimentado con el Pan del Amor que reconcilia y congrega en la unidad, cada cristiano está llamado a abrirse generosamente a los demás, haciendo suyas las necesidades de los otros, dando su vida por los hermanos (ver 1 Jn 3, 16).

 

[60] La hostia, por ser el resultado de muchos granos de trigo que se parten,[17] habla de una unidad conquistada con muchas entregas y sacrificios, como el fruto de corazones disponibles y generosos que se donan sí mismos para entrar en comunión. La Eucaristía es fruto de la creación y de la salvación. Es el fruto mancomunado de muchas personas que trabajan con otros y para otros. El trabajo en común genera el pan que se comparte en la mesa familiar y los bienes que enriquecen la sociedad civil. “En la Eucaristía, la dimensión social del trabajo es dignificada y elevada maravillosamente, puesto que el pan al ser consagrado, no es sólo expresión del trabajo humano, sino también de la obra de la redención universal, e instrumento de la construcción de la Iglesia”.[18]

 

 

3.2 La Eucaristía y la solidaridad con los que sufren

 

[61] La entrega generosa al servicio de los demás, que se manifiesta en la comunidad cristiana, no se confunde con la filantropía ni con el sentimentalismo, sino que tiene su origen en el amor divino que está en Cristo y que Él comunica a todos los que se alimentan con su Cuerpo y con su Sangre. Sólo un corazón renovado por Cristo puede amar así como Él ama (ver Jn 13, 34; 15, 12). Nadie puede realizar en sí mismo esta renovación del corazón sin la gracia. Por esa razón la Iglesia pide en la celebración eucarística: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido...[19]

 

[62] La celebración eucarística de la comunidad cristiana de Corinto, “la cena del Señor”, constaba de dos partes: una cena comunitaria y la Eucaristía propiamente dicha. Los fieles de Corinto merecieron ser amonestados por san Pablo porque en la celebración de su cena eucarística no compartían sus alimentos, sino que mientras unos pasaban hambre otros comían y bebían en exceso. El Apóstol los reprendió porque con esa forma de comportarse hacían “pasar vergüenza a los que no tienen nada” (1 Cor 11, 22). Para que tomaran conciencia de la dimensión de su error, desarrolló la idea de que la Eucaristía es un sacramento de solidaridad y mostró su dimensión eclesial: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Cor 10, 17).

 

[63] Los corintios que se despreocupan de los que carecen de alimento, niegan con los hechos que forman parte de “un solo Cuerpo”. Por esa razón, san Pablo les dice de una manera que hoy puede parecer “atrevida”, que aunque se reúnan para recibir la Eucaristía, lo que ellos celebran “no es la cena del Señor” (1 Cor 11, 20), porque permanecen indiferentes ante los necesitados. Para recibir dignamente la Eucaristía, antes deberán examinarse seriamente para ver si en realidad “disciernen lo que es el Cuerpo de Cristo” (1 Cor 11, 29). Porque el corazón sólo se ha abierto verdaderamente a la acción de Jesús en la Eucaristía cuando de él brota el impulso al servicio, el deseo de hacer feliz a otro, la identificación con los pobres, el amor compasivo, solidario y universal.

 

[64] Como lo vemos ya en la comunidad primitiva (Hch 2, 42-47; 4, 32), “la Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres” (CCE 1397). De hecho San Justino, en el siglo II, describía una celebración dominical cristiana con la misma estructura de la Misa que hoy se celebra. Pero en esta descripción no deja de decir que los presentes “según la libre determinación de cada uno, dan lo que les parece bien, y lo recogido se entrega al que preside y él socorre con ello a los huérfanos y a las viudas, a los que por enfermedad  o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y en una palabra, él se constituye provisor de cuantos se hallan en necesidad”.[20] Desde entonces hasta ahora, los fieles se reúnen para ser alimentados con el Pan de la Palabra y con el Pan de la Eucaristía, y al mismo tiempo se presta especial atención a que ninguno carezca del pan material. En la Argentina, país productor de alimentos y donde, sin embargo, muchos hogares carecen de la comida necesaria, recibir el “Pan de Vida” debe nutrir una “espiritualidad eucarística” que lleve a las familias y comunidades a partir y compartir “el pan en sus casas” (Hch 2, 46).

 

[65] El mandato de Jesús “denles ustedes de comer”, nos recuerda la exigencia que la Eucaristía plantea a los cristianos. Su celebración debería ser el marco donde se promueva y se celebre la entrega a los pobres. De una manera muy concreta San Juan Crisóstomo mostraba a sus fieles cómo realizar esta exigencia, y así muestra también hoy cómo aquel “denles ustedes de comer” es perfectamente realizable: «Por la gracia de Dios, calculo que aquí nos reunimos unos cien mil cristianos. Si cada uno diera un pan a los pobres, todos estarían en la abundancia. Si todos se desprendieran de una pequeña moneda, ya no habría ni un pobre, y nosotros no tendríamos que soportar tantos insultos y burlas por preocuparnos de los bienes materiales. Y aquello de “Vende lo que posees, dalo a los pobres y después ven, y sígueme”, sería oportuno que se dijera también a los prelados de la Iglesia con respecto a los bienes de la misma Iglesia». [21]

 

[66] Esto implica que ese impulso que produce la Eucaristía hacia la unidad, se realiza sobre todo cuando el que comulga se hace uno con el pobre. Porque así como en la Eucaristía Cristo se presenta como anonadado, oculto en la pobreza de los signos, así también Él se identifica con el oprimido y humillado: “Lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicieron” (Mt 25, 40). La excelencia de la presencia de Jesús en la Eucaristía debe abrir los ojos del creyente para reconocer su presencia, también real (EdE 15), en los pobres. Al reconocer su presencia en los excluidos de la sociedad, objeto de un verdadero “acto de fe” (NMI 50), la Iglesia “comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo” (NMI 49).

 

[67] La Eucaristía es una escuela de amor al prójimo en la que aprendemos el servicio a Cristo presente en los pobres, débiles y sufrientes (LPNE 32, 55-59). El Pan del amor, la justicia y la paz lleva a unir la devoción eucarística con la solidaridad con el pobre, lo que ha sido destacado en la Iglesia desde los primeros siglos: “Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso”.[22]

 

[68] Por eso el mismo San Juan Crisóstomo exhortaba con tanta fuerza: “¿Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: ‘Este es mi cuerpo’, y con su palabra afirmó nuestra fe, dijo también: ‘Me vieron hambriento y no me dieron de comer’. Y: ‘Lo que no hicieron con uno de mis hermanos más pequeños, tampoco lo hicieron conmigo’... ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Sacien primero su hambre y luego, con lo que les sobra, adornen también su mesa”.[23] Todo esto nos exige decir que “la celebración de una liturgia espléndida, separada de la sensibilidad para con el prójimo necesitado e indefenso, constituye para Dios una abominación y una blasfemia”.[24]

 

[69] No basta afirmar que la Eucaristía exige a los fieles ser solidarios. La comunión eucarística, para quien la recibe bien dispuesto, es el alimento de una “espiritualidad de comunión” que transfigura las inclinaciones más profundas del corazón abriéndolo sinceramente para acoger al pobre. Por esta causa la Iglesia, que nace de la Eucaristía, se siente impulsada a ser “casa y escuela de comunión” (NMI 43) para los excluidos, olvidados y marginados de nuestra Patria:“Tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como «en su casa». ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino?” (NMI 50). Por eso el Evangelio dice: “Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos, y serás dichoso” (Lc 14, 14).  

 

 

Cuarta parte

La Eucaristía, sacramento de comunión

misionera en esta hora de nuestra Patria

 

 

[70] San Pablo afirma: “Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1 Cor 11, 26). La comida eucarística es el hecho evangelizador por excelencia porque es actualización sacramental del misterio pascual de Cristo hasta su retorno glorioso. Su dinamismo apostólico brota del hecho de comunicar vitalmente el anuncio pascual de Cristo, convirtiendo a la comunión eucarística en la fuente de la misión evangelizadora.

 

[71] La Trinidad, la Iglesia y la Eucaristía son, cada una a su modo, un misterio de comunión misionera. Lo que se dice de la Iglesia se puede decir de la Eucaristía: “La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera... la comunión es misionera y la misión es para la comunión” (ChL 32). El sacramento de la comunión eclesial es el sacramento de la misión evangelizadora.

 

[72] La celebración eucarística impulsa el testimonio misionero y ninguna otra actividad vigoriza más a la Iglesia en su misión que la Eucaristía. Esto es subrayado en el nombre “santa misa” (CCE 1332), porque las expresiones “misa” y “misión” son de la misma familia. La celebración eucarística concluye con el envío de los fieles -“vayan en paz”- para que comuniquen el misterio de la fe. El encuentro con Jesús en la “fracción del pan” (Mt 26, 26) nos mueve a ser sus testigos ante nuestros hermanos. En la hora actual de nuestra Patria, la Eucaristía debe ser fuente, centro y culmen de la nueva evangelización.

 

[73] La Eucaristía es el alimento del amor pastoral y del fervor evangelizador que necesita el Pueblo de Dios en la Argentina en el inicio del nuevo milenio. ¿O acaso no ardía el corazón de los discípulos de Emaús al escuchar la palabra de Jesús y reconocerlo en la fracción del Pan, fuente de su anuncio misionero (ver Lc 24, 13-35). Ante la tibieza espiritual, el agotamiento apostólico y la caída del entusiasmo, la Eucaristía se ofrece para nutrir la vida teologal, sostener el dinamismo evangelizador y renovar “la dulce alegría de evangelizar” (EN 80). Su gracia fortalece la caridad que alimenta el “nuevo ardor” misionero. La Eucaristía, Pan de los débiles que por Cristo se hacen fuertes (2 Cor 12, 9), nos ayudará a lograr esa coherencia de vida cristiana, que es “condición de la eficacia de la Nueva Evangelización” (SD 48).

 

[74] En este horizonte evangelizador, la falta de generosidad y el individualismo que pueden verse muchas veces en las comunidades cristianas, muestran que la comunión eucarística no produce sus efectos mágicamente. Es necesaria la cooperación del hombre amante que alimenta su devoción, pero que además se ofrece a sí mismo (ver Rom 12, 1) junto con el pan y el vino para ser instrumento de unidad y de servicio para renovar el mundo. En el pan y el vino se recoge todo lo que la asamblea eucarística presenta por sí misma como ofrenda a Dios. Por eso, en una sociedad fragmentada como la que estamos viviendo, la Eucaristía, sacramento de unidad, nos invita a ofrecernos como instrumentos de fraternidad, nos convoca a construir el bien común, a crear puentes de reconciliación y diálogo, a recrear la amistad social, a ser más misericordiosos y solidarios.

 

[75] El mensaje eucarístico es particularmente actual en esta hora difícil de la Patria, donde nos atrevemos más que antes a reconocer los rostros de los desnutridos. En un país de mayoría cristiana, la falta de pan en las mesas de los pobres es un doloroso escándalo que debería movilizarnos con mayor pasión y empeño. En la primitiva comunidad cristiana, que partía el pan eucarístico, también se compartía el pan de la mesa, ya que “nadie consideraba sus bienes como propios sino que todo era común entre ellos” (Hch 4, 32). La “comunión” era real en todo sentido, porque la comunión eucarística se reflejaba en la comunión fraterna efectiva, en los bienes compartidos.

 

[76] Ante las enormes necesidades de nuestros hermanos más pobres y los exigentes requerimientos de una pastoral renovada, creemos que “igual que las familias y las sociedades, también la Iglesia necesita que sus miembros compartan voluntariamente parte de su dinero para  cumplir su misión” (CMGD 17).

 

[77] Aquí se juega el rostro de una comunidad cristiana más creíble mediante el testimonio vivo de un amor que sabe “dar espacio” a todos los hermanos y hermanas, llevando solidariamente las cargas (ver Gal 6, 2). La comunión de las personas y las comunidades se realiza por el espíritu y la práctica de compartir los bienes mediante nuevas estructuras de participación y solidaridad en la Iglesia y en la sociedad.

 

[78] Nuestra fe en la Eucaristía nos interpela a renovar con urgencia las estructuras políticas, económicas y sociales para lograr una mayor comunión que haga posible repartir y compartir de un modo más justo y solidario los bienes que Dios nos ha dado a todos los argentinos. La Eucaristía alimenta la caridad para que seamos “buenos ciudadanos, que obren con inteligencia, amor y responsabilidad”, en orden a “edificar una sociedad y un Estado más justos y solidarios”.[25]

 

[79] La Eucaristía tiende a unificarlo todo. Por eso, su “fuerza generadora de unidad” (EdE 24) es tan importante en un mundo muy sensible ante las faltas de testimonio y las contradicciones a veces escandalosas de los creyentes. La Eucaristía tiende a unificar la doctrina y la vida, la celebración de la fe y la relación con los demás, la experiencia íntima y el modo de obrar en el mundo. Por eso nos sentimos llamados a revisar nuestro modo de celebrar la Eucaristía, nuestra predicación, nuestra catequesis y nuestra espiritualidad, para permitir que la comunión eucarística pueda explayar en la Iglesia toda su fuerza unificadora. Si cooperamos adecuadamente con la gracia que se derrama en la comunión, la Eucaristía podrá ser plena y luminosamente la fuente y la cumbre de una sincera comunión fraterna y de un compromiso inquebrantable con los pobres.

 

[80] En esta hora tan difícil de la Patria, nuestra colaboración con la Eucaristía debería expresarse en un firme compromiso por la unidad en la justicia, de manera que las diferentes ideas y los esfuerzos variados confluyan en un proyecto que beneficie a todos y, en primer lugar, a los más pobres, desocupados e indigentes, por encima de la puja de intereses sectoriales que termina sirviendo a unos pocos.

 

[81] Nuestra adoración a Jesús en la Eucaristía se hará plena cuando actuemos de tal manera que la gracia que mana del Sacramento pueda manifestarse gloriosamente en una Patria más creyente, unida, justa y solidaria, cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común. Mientras en nuestra sociedad se padecen muchas formas de hambre, el Señor nos ordena: “¡Denles ustedes de comer!”.

 


[1] Conferencia Episcopal Argentina, La Nación que queremos, Buenos Aires, 2002, 7.

[2] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia 12. En adelante se cita EdE en el texto.

[3] “Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (ver Jn 10, 17-18) es en primer lugar un don al Padre” (EdE 13).

[4] San Agustín, Confesiones VII, 10: PL 32, 742.

[5] San León Magno, Serm. 63, 7: PL 54, 357.

[6] San Fulgencio de Ruspe, Contra gesta Fabiani XXVIII, 16-19: CCL 19A, 813-814; ver CCE 1394.

[7] Comisión Episcopal de Fe y Cultura, Eucaristía: Evangelización y Misión, Buenos Aires, 1993, 21.

[8] Conferencia Episcopal Argentina, Jesucristo, Señor de la historia, Buenos Aires, 2000, 16.

[9] Conferencia Episcopal Argentina, Queremos ser Nación, Buenos Aires, 2001, 8.

[10] Misal Romano, Plegaria eucarística sobre la reconciliación II.

[11] Documento Teológico De Base, XLII Congreso Eucarístico Internacional, Lourdes, 1981, Jesucristo, Pan partido para un mundo nuevo, IV, C.

[12] Didajé, IX, 4: SCh 248, 176.

[13] Conferencia Episcopal Argentina, Pan para la vida del mundo, Buenos Aires, 1984, 13.

[14] Ibid, 30.

[15] Idem.

[16] Pablo VI, Homilía de Corpus, 17/06/1965, en Poliglota Vaticana, 1966, III, 358.

[17] “Este alimento y esta bebida hace inmortales e incorruptibles a los que los reciben. Esta es la sociedad misma de los santos en la que existe paz y unidad perfectas. Por eso, como ya lo entendieron los hombres de Dios antes que nosotros, Nuestro Señor Jesucristo nos dejó su cuerpo y su sangre en estas realidades que de muchas se hace una sola. En efecto, una de esas realidades se hace de muchos granos de trigo, y la otra de muchos granos de uva” (San Agustín, Tratados sobre san Juan, XXVI, 17: PL 35, 1614).

[18] Conferencia Episcopal Argentina, Pan para la vida del mundo, Buenos Aires, 1984, 42.

[19] Misal Romano, Plegaria Eucarística V/b.

[20] San Justino,  Apología I, 67, 3-6: PG 6, 430.

[21] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, LXXXV, 4: PG 58, 762-763.

[22]  San Juan Crisóstomo, Hom. In I Cor 27,5: PG 61, 230-231; ver CCE 1397.

[23] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, L, 3-4: PG 58, 508-509. Al mismo tiempo, se advierte la sensibilidad pastoral de San Juan Crisóstomo ante las costumbres populares, cuando comenta las críticas a la mujer que derramó perfume sobre Jesús (Mt 26, 6-13): “Si ves que alguien intenta traer vasos sagrados para la iglesia o cualquier otro adorno para las paredes o el piso, no ordenes que se venda ni se cambie, para no entibiar el fervor del donante. Pero si te pregunta antes de hacerlo, aconséjale que lo dé a los pobres. También el Señor obró así para no entibiar el fervor de la mujer, y todo lo que dijo, lo dijo para consuelo de ella” (Homilías sobre san Mateo, LXXX, 2: PG 58, 726).

[24] Comisión Episcopal de Fe y Cultura, Eucaristía: Evangelización y misión, Buenos Aires,1993, 26.

[25] Conferencia Episcopal Argentina, La Nación que queremos, Buenos Aires, 2002, 6.