Eduardo Belgrano Rawson

 

 

Eduardo Belgrano Rawson nació en San Luis de la Punta de los Vendados. A los dieciocho años viajó a Buenos Aires a estudiar cine, para dedicarse luego a escribir historietas y, finalmente, al periodismo. En 1975, a instancias de Julio Cortázar, publicó la novela "No se turbe vuestro corazón", a la que siguieron, en 1979, "El náufrago de las estrellas" (Premio del Club de los Trece); en 1991, "Fuegia" (Premio de la Crítica al mejor libro del año en la Feria del Libro de 1992), y en 1998, "Noticias secretas de América". Sus libros han sido publicados en Latinoamérica, España, Italia, Alemania y Francia, con gran acogida del público.

De Noticias secretas de América copio el texto que trata "de la educación en tiempos de las guerras por la independencia"

 

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Otros van a jurar que las supuestas ferocidades no pasaban de algún palmetazo. Pero te cagaban a palos así fueras el hijo del doctor Mariano Moreno. El presbítero Diego Mendoza no se le ocurrió nada mejor que agarrarlo a guascazos cuando acababa de quedarse huérfano. La media docena de azotes que recibió Morenito ni siquiera llegaban a la dosis infantil, pero parecieron una locura considerando las circunstancias. No porque el reo tuviera solamente nueve años sino porque su padre, antiguo hombre fuerte del régimen, acababa de ser echado al mar en un féretro, envenenado tal vez por el propio capitán del barco que lo conducía a Londres. Ninguna gente pensaba que se lo había cargado el gobierno. La madre del chico aún no se reponía del shock. Poco antes de la partida del barco había recibido una encomienda en su casa con el siguiente mensaje: "Estimada señora: Como tenemos entendido que usted pronto quedará viuda, me tomo la libertad de mandarle estas cositas que en breve corresponderán a su estado".

El paquete contenía un velo negro y un abanico de luto. De modo que el clima no era de lo mejor para la azotaina que Diego Mendoza le dispensó a Morenito. El rector decidió que el presbítero había sobrepasado todos los límites de la estupidez humana, así que lo condenaron a varios meses de reclusión en el convento de los Recoletos, para que leyera de nuevo las Escrituras y aprendiera a interpretar cabalmente las necesidades de la Nación.

Estamos todos locos, gruñía el presbítero. ¡Si en ese colegio los propios alumnos se peleaban por el honor de blandir el chicote sobre el culo de los demás! Mientras rumiaba su indignación en la celda, el padre Mendoza recibió otro golpe: quedaba cesante como maestro y debía indemnizar con cien pesos a cada pupilo ultrajado. Aquella noche el presbítero tuvo una pesadilla con el padre de su alumno. Soñó que las piernas de Robespierre desaparecían entre las olas. El antiguo secretario de la Junta había sido sepultado en el mar envuelto en una bandera británica. Tenía 31 años. Mientras salía del sueño, el presbítero recordó su frase: "Está bien, yo me voy, pero dejo una cola muy larga".

De acuerdo; el problema escolar no era algo que torturara a las masas. Nadie se preocupaba si te quedabas durmiendo hasta las once de la mañana, salvo algún fundamentalista como Bernardino Primero, que sacó un decreto para meter en cana al que llegara a ratearse. Bernardino González era drástico para todo. "A los pueblos, como a los niños, hay que lavarles el culo sin hacer caso de su llanto", sentenciaba día por medio el Presidente de la República (que para todo tenía una frase) mientras la gente que no lo quería le gritaba cosas desagradables, como ser negro de mierda, porque aquí corría la voz de que el primer mandatario descendía de africanos puros, con antepasados directos en la heroica tribu Benguela.

Al fin y al cabo, ir a la escuela era una especie de extravagancia. Bastaba con ver los números. Si a fines del siglo pasado sólo uno de cada siete concurría a clases (según el profesor Paul Groussac), ¿qué podía esperarse durante la guerra de la independencia? Otros dicen en cambio que la revolución desató la sed de ilustrarse y multiplicó las imprentas porteñas y que por entonces era difícil encontrar un muchacho analfabeto.

¿Uno de cada siete? ¿Analfabetos en retirada? ¿De dónde habrían salido esas cuentas? ¿De dónde salían todos los números que te dejaban caer cada tanto? Con sólo mirar un papel ya te podían explicar cualquier cosa. Que los salteños tenían nueve veces más idiotas que los porteños o que Santa Fe era el sitio con menos locos de la Argentina. ¿Las estadísticas funcionaban como funcionan ahora? Entonces estabas jodido. Pero admitiendo que la libertad te había cambiado y que al fin podían filtrarse unas letras en tu cabeza. ¿Tendrías la más puta idea de lo que estabas leyendo? Esa era la cuestión.

Pero tranquilo, que todo iba a arreglarse con el Sistema Lancaster. El desencanto revolucionario, la escasez de maestros y la sequía presupuestaria terminaron por abrir las puertas a las escuelas lancasterianas, que llegaron a Buenos Aires en las maletas de Diego Thomson. Parecía la gran medicina para un pueblo pobre y embrutecido. ¡Con un solo maestro atendías a quinientos alumnos! ¡Metías ocho divisiones distintas en cualquier tinglado de campo! El método venía desde la India, donde alcanzaba un gran éxito. La clave eran los alumnos aventajados, que cargaban con los más chicos. Estos alcahuetes del maestro eran llamados ministros y tenían zumbando al resto. Parado encima del escritorio, el maestro manejaba todo a pitazo limpio, como si fuera el contramaestre de un buque. Los manuales del sistema, traducidos a las apuradas, empezaron a circular febrilmente. Ahí figuraban con todo detalle las triquiñuelas urdidas por Joseph Lancaster para despertar la emulación de los chicos, incluyendo un cajoncito de premios y penitencias que iban desde bonos canjeables por premios hasta sombreros de burro para los tipos del fondo. Pero lo que recomendaba Lancaster eran premios en efectivo para ganarse a los padres. Lancaster era un maestro de Southwark que tenía prendado al rey de Inglaterra con sus revolucionarias escuelas para niños carenciados. Aplicaba el sistema que Andrés Bell había probado en Bombay, pero acabó por ponerlo a su nombre. Ya se sabe cómo son estas cosas.

Sus escuelas cundieron como McDonalds, hasta que Lancaster empezó a pelearse con siete obispos al mismo tiempo. Esto fue aprovechado al vuelo por el amigo Andrew Bell, que terminó denunciando al cuáquero por haberle robado el invento. Al final los anglicanos se sacaron de encima a Lancaster y éste recaló en Venezuela bajo la protección de Bolívar, donde tuvo que vérselas con el irascible Simón Rodríguez. Este también se la agarró con el cuáquero ni bien lo vio descendiendo del barco. Rodríguez, que le había enseñado a leer a Bolívar, comparaba el método Lancaster con la sopa a la Rumfort que servían en el hospicio: "Unos pocos maestros y algunos principios vagos alcanzan para tener ocupados a millares de chicos, así como algunas marmitas de Papín y unos cuantos huesos pelados son suficientes para llenarle la guata a un regimiento de pobres". Mientras cundían las escuelas del cuáquero, Rodríguez nadaba contra la corriente en un colegio modelo que le había puesto Bolívar en pleno centro de Chuquisaca. Allí matizaba la hora de matemática intercalando lecciones de albañilería, mientras despotricaba contra los médicos que se daban con el latín hasta para recetar agua tibia. Estaba visto que el caraqueño Rodríguez no reunía el perfil adecuado para convertir a las Indias en un continente ilustrado y feliz. Era hijo bastardo y adoraba pasearse en bolas por el cuarto de su pensión. Jamás pisaba la iglesia y tenía un probable pasado masón. Bastó que le fabricaran un asunto con una monja para sacarlo de circulación.

En eso llegó Thomson a Buenos Aires, que venía dispuesto a evangelizar Sudamérica y a educar a los insurgentes con el novedoso sistema. Los maestros particulares le pusieron rápidamente la proa, aterrados por la idea de quedarse sin trabajo. Pero el joven predicador logró seducir al gobierno y fue designado director de escuelas. A continuación, los monjes de San Francisco le prestaron el convento para que probara el sistema. Luego Thomson salió de gira. Ni bien pisaba algún pueblo preguntaba por el maestro. Después de venderle su método, pasaba a tomar unos mates con el cura lugareño. Procuraba un arreglo justo. Que lo dejaran colocar su mercadería sin que algún comedido se sintiera obligado a degollarlo. Era el primer misionero que legaba del imperio británico, hasta entonces dedicado meramente a evangelizar negros en Africa. Pese a su cara de hereje y a la montaña de biblias que llevaba en su carromato, el clero le abrió muchas puertas y no protestó demasiado cuando le dieron el título de ciudadano honorario.

El idilio duró un suspiro. Pronto los clérigos sanjuaninos deponían al gobernador Del Carril y arrojaban su flamante Constitución a las brasas. Ese librito pecaminoso consagraba la libertad religiosa, así que los vencedores lo reemplazaron por un artículo que reivindicaba la cruz como único camino. El gobernador huyó hacia Mendoza y volvió con el Fraile Aldao y sus tropas, que arrasaron rápidamente con los curas sublevados. Le decían el Fraile porque a su tiempo había llevado los hábitos, pero esto no impidió en lo más mínimo que repusiera a Del Carril en el cargo y desterrara de Cuyo a sus antiguos colegas. Luego se volvió tranquilamente a Mendoza para seguir atendiendo sus obligaciones. Era el nuevo gobernador de la provincia del Indio y no quería estar lejos de su despacho un minuto más de lo necesario.

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